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11 jul 2012

ALCÁNTARA. MORIR POR LOS DEMÁS


Estimados AMIGOS:
Acabo de descubrir vuestro MAGNÍFICO Blog. Sobre todo para los que amamos la Caballería. Una muy agradable sorpresa.
Soy Nacho Toledano, alumno de la UER en los primeros setenta. Orgulloso de haber galopado en las "tandas" del Sargento Picador Ochoa, uno de los hombres que he conocido entendiendo más de caballos y de la forma de montarlos. Soy hijo del Comandante de Caballería Pablo Toledano (fallecido en 1.976). Mi padre me legó el amor por el Arma.
He escrito un artículo sobre la Laureada a ALCÁNTARA. Pienso que es lo mínimo que puede hacerse por esos VALIENTES. 
Un gran abrazo.
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REGIMIENTO DE CAZADORES DEL ALCÁNTARA. MORIR POR LOS DEMÁS
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Por fin ha sido concedida la Laureada Colectiva de San Fernando al Regimiento de Caballería Número Catorce de Cazadores de Alcántara. Un Expediente de Juicio Contradictorio abierto en 1.921 y culminado en el último Consejo de Ministros de este penosísimo año de 2.012. El Gobierno de Mariano Rajoy ha venido a rubricar esta larguísima tramitación, poniendo sello y rúbrica a esta concesión honorífica.
Pero la Gloria y el Heroísmo no son conceptos burocráticamente asépticos. No constituyen una serie de folios numerados en una carpeta o un simple conjunto de requisitos administrativos: trascienden al papel mecanografíado que integra el Expediente iniciado-cuentan que a gritos en el mismo campo de batalla- en aquel terrible mes de Julio de 1.921.
La tarde del 23 de Julio de 1.921 -en el camino de Drius a El Batel en el Rif- era todo menos aséptica. Esa tarde de calor asfixiante olía a pánico. A miedo sin control a caer vivo en manos rifeñas. Una turba de espectros enloquecidos por la sed y por el terror -que ya no mantenía la disciplina ni el orden necesario en cualquier movimiento militar ordenado- obedecía como podía la orden de retirada general ordenada por el General Navarro. Ya no existían unidades compactas ni voluntad de seguir combatiendo: se había pasado la línea de la locura. Julio de 1.921. El Desastre de Annual. Habían caído todas las posiciones avanzadas españolas, y los soldados supervivientes se replegaban sobre Monte Arruit. Salían a relucir -en medio de la desbandada- las carencias de un Ejército enfermo que no era más que el exacto reflejo de una sociedad también enferma. Una planificación militar defectuosa, una oficialidad que -salvo valientes excepciones- no había sabido estar a la altura de las circunstancias, un armamento deficiente y una uniformidad inadecuada, una logística aberrante -aquellos convoyes de mulos con esas cisternas de agua recalentada y maloliente de las que dependían miles de hombres para beber- el negocio de furrieles, proveedores e intermediarios militares, la corrupción amparada en la defensa de los colores nacionales. La Guerra de los Pobres. Los soldados analfabetos y rapados al cero -conducidos como ganado a las batallas de las compañías mineras y del dinero fácil- porque no tenían la suma necesaria para eximirse del Servicio. La Campaña Africana: espejo de los peores defectos de la última etapa del régimen nacido de la Restauración. Y un Ejército que se había deshecho -moral y materialmente- ante el feroz ataque de los Beniurriaguel, de los Beni Tuzim... de la Harka enemiga sobre las posiciones españolas el 17 de Julio de 1.921.
En medio del pánico, 691 jinetes españoles habían sabido mantener la cohesión y la fuerza ofensiva. El Regimiento de Caballería Número Catorce de Cazadores de Alcántara. Al mando accidental del Teniente Coronel Fernando Primo de Rivera, llevaba combatiendo desde el principio de la batalla. Protegiendo la retaguardia y los flancos de la desbandada, llevaban a cabo una de las misiones ancestrales de la Caballería: cubrir la retirada del resto de las fuerzas combatientes. Los primeros en avanzar y los últimos en retirarse.
La tarde del 23 de Julio de 1.921 -en el cauce seco del Río Igan- era todo menos aséptica. Olía a caballo, a mantas y a uniformes sudados, al cuero de las sillas y riendas, a hierro de sables y bocados, a humanidad sucia y aspeada, a pus, a pólvora, a herida mal cerrada, a sed, a sangre y a oledas de tierra y de polvo. Olía a sálvese quien pueda y a personas que saben que van a rogar -desesperadamente- que les maten durante la tortura. Ese era el olor de la Gloria aquella tarde en el cauce seco del Río Igan.
Los rifeños se habían atrincherado a la orilla del Río. Un numerosísima fuerza de harkeños que, borrachos de sangre y de victoria, habían cortado la retirada de la columna española en movimiento. No podían pasar por allí. No creo que puedan imaginarse fácilmente los momentos vividos entonces. El calor. La locura, reflejada en los ojos, de los infantes que corren despavoridos en todas direcciones, los heridos abandonados a su suerte y los Jefes y Oficiales desbordados o -sin más formalismos- ganados por el miedo y huyendo junto a sus soldados.
Allí, en medio de todo eso, formaban los jinetes del Alcántara. Con sus chambergos y sus uniformes verdes desgastados, alzándose intranquilos sobre los estribos mirando a los lados y a su espalda y palmeando el cuello de sus caballos para tranquilizarlos en medio de ese ruido enloquecedor. Fijándose en sus Oficiales. Tragándose el miedo y sabiendo lo que estaba a punto de ocurrir. Había que abrir un pasillo en las posiciones rifeñas. Hacer huír al enemigo para que sus compañeros de armas pudieran escapar. Romper el cerco. Morir por los demás, en definitiva. El ejemplo supremo del Regimiento de Cazadores de Alcántara: dar la cara mientras los demás huyen o darla -más exactamente- para que los demás puedan seguir huyendo. No creo que ninguno, de los seiscientos noventa y uno, tuviera la más mínima duda de lo que iba a ocurrir a continuación. De lo que tenía que ocurrir. Tampoco creo que nadie -salvo los que estuvieran más próximos- pudiera escuchar las palabras de Primo de Rivera al desenvainar... soldados, ha llegado la hora del sacrificio. Lo que seguro que escucharon fue el sonido electrizante de los sables al desenvainarse, y el de los centenares de disparos que caían sobre ellos. Primo de Rivera lo vió claro: o el Regimiento rompe el cerco o no hay escapatoria posible.
Y allá fueron. A la carga cuesta arriba. Cargando y reorganizándose de nuevo para volver a cargar. Hasta ocho veces. Reuniendo a heridos, veterinarios, herreros, todos... para volver a lanzarse a la carga. Hasta ocho veces rompiendo contra el enemigo que los acribillaba a placer. La última carga al paso. Andando contra los rifeños porque los caballos estaban tan agotados -espuma blanca de sudor mezclada con la sangre que produce la espuela en los flancos- que ya no podían trotar ni, muchísimo menos, galopar. Y ocurre el milagro de Alcántara. El enemigo huye y, en ese momento, el Ejército puede continuar su marcha enloquecida hacia El Batel.
Representa el Regimiento el valor militar elevado a la enésima potencia. Aquellos hechos que consisten en aceptar la propia muerte para dar una oportunidad a la salvación de los demás. La solidaridad entre soldados. La solidaridad entre españoles.
541 jinetes estaban muertos... ¡¡¡sólo cinco heridos!!! -porque los heridos eran rematados compasivamente por sus compañeros o por el enemigo de manera atroz- y setenta y ocho prisioneros. Sólo sesenta y siete jinetes pudieron alcanzar El Batel y después Monte Arruit, para seguir participando en los combates. En Monte Arruit muere Fernando Primo de Rivera -Laureado a raíz de estos hechos- tras sufrir la amputación de un brazo en una operación realizada con una navaja barbera sin anestesia. Hombres de España. Héroes de España. Y orgulloso de mis antecedentes familiares en la Caballería Española.
Regimiento de Cazadores de Alcántara. Al fin se ha hecho justicia. Y no deja de tener su gracia -ironías del destino- que esta Laureada de San Fernando les llegue justo en este preciso instante histórico. Una Nación que no entiende de la honrosa muerte del soldado ni del ejemplo de estos hombres. En estos momentos en los que España, en desbandada, huye despavorida sin rumbo fijo, desnortada y también enloquecida por la sed. Una España en la caída libre de la derrota y del desastre sin que -ni tan siquiera- pueda ser salvada por un puñado de jinetes que acepte -sin más y en una mínima fracción de segundo- el supremo sacrificio de morir por los demás.
Nacho Toledano