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25 jun 2014

DIWANIYA. IRAK.














TODA LA VERDAD SOBRE LA BATALLA DEL 4 DE ABRIL


La escena sucede en un edificio de Diwaniya, Irak, el 23 de febrero de 2004. Se reúne el consejo provincial, bajo la presidencia del gobernador designado por la CPA (siglas de Coalition Provisional Authority), la administración provisional del país implantada por las potencias vencedoras de la guerra lanzada por George W. Bush y Tony Blair, con el beneplácito de José María Aznar, en abril de 2003. El gobernador, dicho sea de paso, es un ex militar norteamericano que vive atrincherado en una base y sólo sale de ella rodeado de guardaespaldas armados hasta los dientes, mercenarios a sueldo de la empresa Blackwater.


En la reunión hay sobre todo notables iraquíes y, entre los responsables de la seguridad en la provincia, un teniente coronel norteamericano y un comandante de la Guardia Civil, que tiene entre sus funciones la gestión de las fuerzas policiales en las provincias de Al-Qadisiya y Nayaf, ambas bajo responsabilidad de la Brigada Multinacional Plus Ultra, mandada, a la sazón, por el general español Fulgencio Coll.

Se sirve café, a la manera iraquí: en un solo vaso, del que primero bebe la persona de mayor rango (en este caso, el gobernador) y que después se va pasando a todos los demás. Cuando le llega al teniente coronel estadounidense, éste declina el ofrecimiento, lo que será muy comentado luego, y no precisamente en su favor. Puede el militar norteamericano sentir escrúpulo, sin duda, pero también se atiene al reglamento, que le prescribe no beber de lo que no es suyo. Tampoco aceptará jamás fumar del narguilé que tienen los altos oficiales iraquíes en sus despachos, y que forma parte del ritual ofrecer a los visitantes.
El entonces comandante y hoy teniente coronel Núñez, que es como se llama el oficial de la Guardia Civil, recuerda así aquellas reuniones: «Hasta el palacio del gobernador te desplazabas con la protección de un convoy, pero lo dejabas en la puerta del edificio y había que adentrarse por pasillos y pasillos con la sola compañía de un par de escoltas. Vendido, en suma, ante cualquier posible atentado. Al fin llegabas a una sala donde se reunían los notables y el gobernador. Allí había mucha gente desconocida, y no poca armada. Pensándolo mal,estabas en sus manos, lo mejor era hacerles ver que no les tenías miedo. Por eso lo que yo solía hacer era, apenas llegaba y antes de tomar asiento, quitarme el casco, el chaleco, dejar el fusil de asalto apoyado en la pared y sacarle el cargador. "Si me matan", pensaba, "al menos que no lo hagan con mi arma". Y a los escoltas los dejaba fuera de la sala».
«Sois como nosotros»
En contraste, aquel teniente coronel norteamericano se sentaba con todo el equipo, armado y con un enorme sargento negro con el fusil prevenido cubriéndole las espaldas. Una precaución que, por cierto,no impidió que lo asesinaran en una emboscada a la salida de una de aquellas reuniones. Mostrarse sin miedo y confiado, asegura Núñez, era mucho más eficaz, porque servía para ganárselos. Uno de los iraquíes le dijo: «Sois como nosotros, no como los americanos, hacéis bromas, os relajáis, os dejáis barba, habláis de mujeres, os gusta comer, no como los americanos, que no se relajan nunca».
Núñez, evocando aquellos días diez años después, se muestra convencido de que comportarse así «un poco en plan legionario, y sin ninguna prepotencia hacia ellos», era lo mejor. A aquel iraquí, por ejemplo, le respondió con tono de complicidad: «Hombre, son muchos siglos de Al Ándalus, y no te olvides de que al principio dependíamos del califato de Bagdad».


La historia es uno de los nuevos materiales incorporados en la reedición (corregida y aumentada) de Y al final, la guerra (Editorial Crítica, 2014) que el autor de estas líneas y Luis Miguel Francisco hemos preparado en el décimo aniversario del final para los españoles de aquella controvertida aventura iraquí, con la retirada efectuada a finales de mayo de 2004 por orden del gobierno de Rodríguez Zapatero.
Y quizá el hecho sirva para explicar, en parte, por qué aquella empresa, la de la reconstrucción y pretendida democratización de Irak, salió tan pésimamente (más de 6.000 muertos por violencia sectaria en 2013), y por qué los esfuerzos de los militares españoles desplegados sobre el terreno, que en muchos casos tenemos la convicción de que fueron sinceros y sensatos, resultaron al cabo infructuosos.
El punto de inflexión de la misión para el contingente español en Irak se produjo el 4 de abril de 2004, con la que bien podría llamarse batalla de Nayaf, la acción armada más importante vivida por las tropas españolas en el último medio siglo, cuando los insurgentes del llamado Ejército del Mahdi, la milicia chií dirigida por el ayatolá Muqtada Al Sadr, asaltaron en fuerza la Base Al Ándalus, en Nayaf. Un incidente que tuvo unos antecedentes que de nuevo es ilustrativo recordar, para comprender mejor la dinámica y el resultado de aquella intervención.
Desde meses antes se venía observando en Nayaf, y más concretamente en la mezquita de Alí, lugar santo para los chiíes, la presencia de tribunales islámicos que aplicaban la sharia, y con los que Muqtada Al Sadr iba extendiendo su poder sobre la población. Los norteamericanos exhortaban a la Brigada bajo mando español a neutralizarlos. Por lo delicado del contexto, la operación que se diseñó al efecto, y que se programó finalmente para el 20 de febrero de 2004, dejaba todo el protagonismo a la policía iraquí, a fin de no producir el agravio que representaría la entrada de soldados extranjeros e infieles en recintos sagrados.
Sin embargo, a la hora de la verdad, la policía iraquí, muy infiltrada por la insurgencia chií, se negó a actuar. En ese momento, el general en jefe norteamericano, Ricardo Sánchez, ordenó al general español, Coll, que utilizara sus tropas para forzar la situación. Era el modus operandi habitual de los estadounidenses, que seguían sintiéndose en guerra, y que cuando encontraban resistencia (así lo demostraron en Faluya, por ejemplo) atacaban con contundencia y con todo lo que tenían.
Coll llamó a Madrid para consultar con sus superiores del Ministerio de Defensa, quienes le preguntaron si en la acción se podían producir bajas. Coll, militar experimentado y conocedor del terreno que pisaba, no tuvo más remedio que admitir esa probabilidad. Desde Madrid, en plena campaña electoral, se denegó el permiso. Cuando los norteamericanos supieron que los españoles se retiraban, montaron en cólera. Y decidieron tomar las riendas de la situación.
Operación nocturna
Los Navy SEAL, los mismos que años después se cobrarían a Bin Laden, lanzaron en la madrugada del 3 de abril una operación nocturna sobre Nayaf que llevó a la captura de Al Yacubi, el lugarteniente de Muqtada en la ciudad. Sus seguidores, que imputaron la acción a las tropas españolas, acudieron encolerizados a la Base Al Ándalus para exigir su liberación. Los españoles, desconocedores de aquella acción norteamericana en el territorio teóricamente bajo su responsabilidad, negaron su participación en la caza del hombre con el que, justamente, habían estado negociando hasta fechas recientes para controlar la situación.
De nada sirvió. En la mañana del 4 de abril se inició el asalto a la base, que duró todo el día y que obligó a los 200 españoles que componían la guarnición a usar sus armas hasta casi agotar las municiones. La columna al mando del alférez Guisado hubo de hacer dos salidas, a través de una ciudad hostil, para rescatar a los soldados salvadoreños que habían quedado atrapados en sus calles, lo que les llevó a vivir escenas dignas de Black Hawk Derribado, avanzando a toda velocidad con sus blindados mientras ametrallaban las azoteas desde las que se les hacía fuego de fusilería y lanzagranadas.
A lo largo del día se recibieron refuerzos de unidades norteamericanas, mercenarios de Blackwater que se unieron a los que estaban en la base, señaladores de blancos de los Marines y helicópteros Apache que se emplearon a fondo contra los insurgentes, igual que hubieron de hacer los blindados españoles del regimiento Farnesio que defendían el perímetro. En el combate intervinieron también tiradores de precisión españoles, que causaron entre los insurgentes un número indeterminado de bajas, no pocas: un disparo de francotirador suele equivaler a un muerto. De todos estos aspectos, y de cómo se vivió la batalla desde el lado iraquí, gracias a un vídeo requisado semanas después por los norteamericanos a los insurgentes, ofrecemos abundante información inédita en el libro.
A partir de ahí, ya nada fue igual, hasta la retirada. Si hasta ese momento se había podido trabajar en la seguridad y la reconstrucción,desde entonces los españoles no hicieron más que sufrir emboscadas y ataques con morteros sobre sus bases, que hubieron de repeler como las acciones de ese tipo requieren: con un talante muy alejado del propio de la misión de paz, y con la tensión del combatiente que anda ojo avizor y una y otra vez ha de matar para que no le maten.
Es en este contexto en el que hay que situar el trato a los prisioneros en Base España, con el escándalo que produjeron las imágenes de malos tratos difundidas en marzo de 2013 por El País. Aunque no tenemos pruebas para señalar a los culpables de aquella acción, sometida a una investigación judicial todavía en curso, en el libro se describe con detalle todo el protocolo de trato a prisioneros, incluidas esas capuchas que tanto llaman la atención. En frío puede parecer inhumano ponerle una capucha a alguien para que no vea dónde está, pero si se tiene en cuenta que el detenido es sospechoso de bombardear con morteros la base en la que está detenido, se entenderá mejor que no se le facilite averiguar su disposición interior. La capucha, de tela bastante porosa, lo impide, permitiéndole respirar.
Con todo, en este capítulo quedan aún puntos por aclarar: además de los malos tratos del vídeo, las denuncias de torturas realizadas por Flayeh Al Mayali, el contratista y traductor acusado de colaborar en el asesinato de los siete agentes del CNI y que tras pasar una temporada en Abu Ghraib fue liberado por los norteamericanos. Al Mayali ha difundido, principalmente a través del reportero Gervasio Sánchez, su versión de los hechos, que también recogemos, pero en esta reedición se ofrece por primera vez el testimonio de los militares españoles bajo cuya responsabilidad se hallaba la custodia de detenidos en Base España y que lo trataron durante su detención. Entre una y otra, corresponde al lector formarse su juicio.
Y lo dicho vale para el conjunto de la Historia. Hace diez años, unos militares españoles, arrojados en medio de una guerra lejana, hubieron de usar sus armas. Hemos recopilado los hechos: el juicio, y la memoria debida, que ya va siendo hora, corresponde a la sociedad española.


Javier Brenes Sanz-Orrio





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