APRENDIZ DE HOMBRE
El día 27 de julio de 2017, se
ha publicado en el diario ABC, un artículo de Ignacio Sánchez Cámara, en cual
el autor dice que abominar de estos textos por proceder de la época de Franco
podría ser tan descabellado como abominar de los semáforos o la televisión o el
fútbol por el mismo motivo. Entre los errores del franquismo no se cuenta
precisamente el amor a España. Ni Quevedo queda mancillado porque lo
seleccionara Torrente Ballester.
A caso la Providencia, lo que
los descreídos llaman casualidad, ha vuelto a poner en mis manos, con motivo de
traslados y mudanzas, un viejo libro escolar, lejano, pero no olvidado. Se
trata de una obra publicada como libro de texto para el Segundo Curso del viejo
Bachillerato de la asignatura denominada Formación del Espíritu Nacional. Para
muchos, una despreciable antigualla franquista. Puede ser. Sus presuntos
lectores contaban unos once años. Eran, éramos, maravillosa edad, aprendices de
hombre. La primera edición es de 1960. Comenzaban los sesenta, apasionantes y
errados, jóvenes y ya vetustos. Pero eran nuestros sesenta.
En honor a la verdad, debimos
de leer más bien poco, pero algo, tal vez, quedó. Se trataba, permítaseme el
empleo del pasado, aunque el libro sobrevive a la devastación del tiempo, de
una antología de textos, agrupados bajo los siguientes epígrafes: Convivencia,
Modos de relación humana, Autoridad y libertad, El trabajo y La persona. Y todo
movido por un impulso indeclinable de amor a España y vocación educativa. Lo
encabezaba una cita de Eugenio d’Ors, español por catalán. Rezaba así:
“Todo
pasa. Pasan pompas y vanidades, pasa la nombradía como la oscuridad. Nada
quedará, a fin de cuentas, de lo que hoy es la dulzura o el dolor de tus horas,
su fatiga o su satisfacción. Una cosa sola, Aprendiz, Estudiante, hijo mío, una
sola cosa te será contada, y es tu Obra Bien Hecha”.
Amén.
Y se sucedía un rosario de
textos, nacidos del amor al hombre y la devoción a España, seleccionados e
introducidos por Gonzalo Torrente Ballester. Entre otros, Aldecoa, el anónimo
autor del Myo Cid, Calderón, Cela, Cervantes, Eva Curie, Chejov, Chesterton,
Dostoyevski, Esquilo, Fustel de Coulanges, Gobineau (no lo omitiré, con un
texto sobre Miguel Ángel), san Isidoro de Sevilla, Kipling, Laín Entralgo,
Manuel Machado, Azorín, Gabriel Miró, Ortega y Gasset, Papini, Pérez Galdós,
Platón, José Antonio Primo de Rivera (tampoco lo omitiré, pero, ¿cabe dudar de
su amor infinito a España?), Quevedo, Rubén Darío, Sánchez-Albornoz,
Shakespeare, Sófocles, Spengler y Alphonse de Vigny. Fascistas todos. Más dos
textos del Evangelio y del Antiguo Testamento.
No se trata de un ejercicio de
nostalgia de las cosas que han pasado, como canta el tango “Sur”. Ni una
improbable preferencia por el pretérito. Creo que nuestro verdadero patrimonio
es el presente, pero somos el pasado y, sobre todo, el futuro. El pasado vive y
actúa en nuestro presente. Somos lo que hemos sido y lo que seremos, lo que
debemos ser. Leo Perutz, en El maestro del Juicio Final, afirma:
“Has de saber
que las cosas que ocurren no terminan nunca”.
Por lo demás, Jorge Manrique, que
bien podría haber estado en la antología de Torrente Ballester, no afirma que
cualquier tiempo pasado fue mejor, sino “cómo a nuestros parescer”, cualquiera
tiempo pasado fue mejor. No fue, pues, mejor, sino que sólo nos lo parece. No
tengo nostalgia de 1965. Si acaso, la tengo de mis once años. En realidad,
pienso, con Hegel, que las ruinas son la fisonomía del pasado. Pero hay ruinas tan
magníficas, por ejemplo, Atenas o Roma.
Abominar de estos textos por
proceder de la época de Franco podría ser tan descabellado como abominar de los
semáforos o la televisión o el fútbol por el mismo motivo.
Entre los errores
del franquismo no se cuenta precisamente el amor a España.
Ni Quevedo queda
mancillado porque lo seleccionara Torrente Ballester. Es verdad que no poco se
debió de hacer mal, cuando aquella generación, salvo, sin duda, notables
excepciones, no se haya decantado por el rendido amor a la Patria, tal vez
porque lo vieran ejercido por quienes políticamente despreciaban. Por mi parte,
no puedo pasar mis ojos sobre las viejas páginas sin sentir nostalgia, tristeza
y casi dolor. Y sin dejar de pensar que quienes entonces cursábamos el Bachillerato,
con nuestra ligera carga de once años, estábamos muy lejos de la Atenas de
Pericles o de la Florencia de los Medici, pero algunos maestros, acaso sabios
sin saberlo, nos inculcaron el amor a la religión, a la cultura y a España. De
ninguna de las tres cosas, ni ellos ni nosotros, tenemos que lamentarnos ni
avergonzarnos. Por el contrario, sólo podemos deplorar su transitorio eclipse
actual.
Ahora, cuando la nuestra
padece el mayor mal que una nación puede sufrir, que es la amenaza de su
destrucción, resbalan mis ojos por las páginas del viejo libro y comprendo que
el problema de España es, hoy como hace cien años, un problema educativo y, por
lo tanto, moral. Dicen que el nacionalismo se cura viajando, y no se
interpreten mis palabras como mero nacionalismo español, pues el amor a la
Patria no es nacionalismo, sino patriotismo. El odio a España se cura leyendo,
estudiando. No con la fatua petulancia del recuerdo de las glorias del pasado,
que, pese a que a muchos les duela, existieron, sino con la enérgica pasión por
la nación que dejaremos a nuestros hijos. La Patria es más la tierra de los
hijos que la de los antepasados. Más doloroso es el suicidio de una nación que
su muerte a manos enemigas y ajenas. No existe un problema nacional más profundo
que el de la supervivencia de la nación. Y es un problema, como todos los
hondos, de naturaleza espiritual.
Si algún amable lector me
reprochara un ejercicio de vacua nostalgia, sólo le pediría que lo piense un
poco más. Cedo, sin más, la palabra a Torrente Ballester, al comienzo de su
antología y después de expresar su confianza en la vida eterna:
“Naciste hombre, y hombre
serás eternamente. Y has sido puesto en el mundo precisamente para vivir entre
hombres, para sufrir y gozar con ellos, y para hacer con ellos, entre ellos, tu
vida, minuto a minuto. Porque, al hacerte hombre, se te dio una vida para que
la vayas haciendo: una vida de la que serás responsable”.
Es poco probable que alguien
con once años lea este libro y, quizá menos aún, este artículo. Tú, improbable
lector de once años, has de ser aprendiz de hombre. Mas no creas que es tarea
menor la de aprendiz. Todos, todos somos sólo aprendices. La de aprendiz de
hombre es una tarea inacabable. Y, no sin esfuerzo, podemos acercarnos, día a
día, a ese ideal. No se aprende sólo en la niñez o en la adolescencia. Es la
tarea de toda la vida: ser aprendiz de hombre.
Ignacio Sánchez Cámara
Catedrático de Filosofía del Derecho
Chevi Sr
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