MI VIAJE POR ÁFRICA VIII
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El rinoceronte, una silueta negra como el azabache en medio llano, se hallaba a unas quinientas yardas de distancia; no parecía en absoluto un animal del siglo XX sino una extraña, siniestra y rezagada criatura de la Edad de Piedra. Estaba paciendo con placidez y, por encima de la cabeza, la enorme cúpula nevada del Kilimanjaro se encumbraba en el claro aire de la mañana completando una escena inalterada desde los albores del mundo.
El procedimiento más sencillo para matar a un rinoceronte en un espacio abierto es de una crueldad muy simple. Se considera recomendable elegir un sitio cercano a un árbol prominente, donde resulte posible ser localizado, como centro de enfrentamiento. Si no hay ningún árbol a la vista, debes aproximarte al máximo a la presa desde cualquier punto que no esté expuesto al viento y dispararle directamente a la cabeza o al corazón. Si le aciertas en un punto vital, como sucede a veces, el animal cae abatido. Si le das en cualquier otro punto, cargará contra ti ciego de furia y tendrás que volver a disparar, o no...según sea el caso.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, acometimos la lucha contra el rinoceronte. Habíamos avanzado unas doscientas yardas en su dirección, cuando el grito de uno de los nativos nos paralizó. Lanzamos una penetrante mirada a la derecha. Allí, a menos de ciento cincuenta pasos de distancia, a la sombra de unos arbolillos, se encontraban otros dos monstruos. Unos pasos y, al olfatear en el aire nuestra presencia, se abalanzaron sobre nosotros como rayos: ¡y pensar que podría haber ocurrido cuando ya estuviéramos en tratos con nuestro primer amigo y lo tuviéramos herido y furioso en nuestro poder! Por suerte, alertados a tiempo, en cuestión de minutos rodeamos con sigilo la cima para acabar emergiendo a unos ciento veinte pies de nuestro nuevo objetivo.. De inmediato decidimos matar a uno primero, antes de atacar al otro. A esa distancia parecía fácil acertarle a un blanco tan grande, el ojo del animal, no obstante es pequeño. Disparé yo. El ruido sordo de una bala que golpea con el impacto de más de una tonelada, desgarrando piel, músculos y huesos con la tremenda fuerza de la cordita, resonó con toda claridad. El enorme rinoceronte dio un salto, se volvió tambaleándose en la dirección del sonoro estallido y,acto seguido,emprendió un peculiar trote hacia nosotros, casi tan veloz como el galope de un caballo, moviéndose con una agilidad sorprendente en un animal tan grande y guiado por un propósito inequívoco.
Resulta impresionante el efecto psicológico que provoca un adversario así avanzando. De inmediato disparamos todos. La voluminosa bestia continuó aproximándose como si fuera invulnerable, como una máquina o una especie de barcaza impenetrable a las balas e insensible al dolor y al miedo. Treinta segundos más y se derrumbará. Un intangible velo parece alzarse en el cerebro, revelando una imagen mental, extrañamente iluminada y a la vez inmóvil, donde los objetos adquieren nuevos valores y una simple mancha de hierba blanca a lo lejos, a cuatro o cinco yardas de distancia, parece poseer un oculto significado. Ese es el preciso instante, cuando aun quedan las dos últimas balas antes de agotar todos los recursos de la civilización, en que se debe disparar. Aun así dispongo de tiempo suficiente para plantearme, con cierto distanciamiento, que, despues de todo, los agresores hemos sido nosotros pues, sin mediar provocación alguna, hemos desencadenado la lucha al atacar a un pacífico herbívoro con intenciones.asesinas y que, si existe el bien y el mal en la relación de los seres humanos y las bestias -¿y quien puede asegurar que no?- la justicia está de su lado. Tengo tiempo para darme cuenta de que aturdido y ofuscado por las temibles conclusiones de las modernas armas de fuego, el animal se ha desviado de súbito hacia la derecha para cruzar ante nosotros de costado, con el mismo trote veloz.
Más disparos y, mientras estoy recargando el rifle, alguien me anuncia que se ha desplomado; entonces decido apuntar a su compañero, menos voluminoso, que ya se encuentra en medio de la llanura, a cierta distancia. Pero la caz de un rinoceronte en nada difiere de la de otro, salvo en pequeños detalles, por lo que no voy a entretener más al lector con el relato de esta nueva persecución a muerte. Basta decir que tal enfrentamiento, en lo que respecta a los diversos grados de una experiencia neurótica, me parece del todo equiparable a media hora de intensa escaramuza desplegada en una superficie de seiscientas o setecientas yardas; pero con una significativa diferencia: la guerra conlleva una causa, un deber, una cierta esperanza de gloria, ¿pues quién sabe lo que aún se puede conquistar antes del anochecer? Sin embargo aquí, al final no queda más que una piel, un cuerno o un cadáver que los buitres ya han comenzado a sobrevolar.
Chevi Sr