Reverendísimos Sres.
Obispos de Cataluña:
La Nota
del 11 de mayo firmada por todos ustedes me ha dejado sumido en la más absoluta
perplejidad y tristeza. Afirman sin embozo que se sienten “herederos de la larga tradición de nuestros
predecesores, que les llevó a afirmar
la realidad nacional de Cataluña, y al mismo tiempo nos sentimos urgidos a reclamar de todos los
ciudadanos el espíritu de pacto y de entendimiento que conforma nuestro talante
más característico.” Seguidamente, para que no haya lugar a dudas, vuelven
a insistir: “Por eso creemos humildemente que conviene que sean escuchadas las legítimas aspiraciones del pueblo
catalán, para que sea estimada y valorada su singularidad nacional, especialmente su lengua propia y su cultura, y que se promueva
realmente todo lo que lleva un crecimiento y un progreso al conjunto de la sociedad, sobre todo en el campo de la sanidad, la enseñanza, los servicios
sociales y las infraestructuras.”
Perplejidad y tristeza,
sí. Porque durante meses se me ha conminado a evitar cualquier connotación, en mis palabras y actuaciones, que
pudiese ser interpretada como un posicionamiento
a favor de la unidad de España, que forma parte de las legítimas
aspiraciones de la mitad del pueblo catalán; porque se me indicó que cualquier
manifestación pública en ese sentido podía provocar crispación y división entre los fieles católicos que viven en
Cataluña. Por tanto, que la procesión
con el Cristo de la Buena Muerte de la Hermandad de Antiguos Caballeros
Legionarios en Hospitalet estaba fuera de lugar; que la Santa Misa celebrada por los difuntos en acto de servicio de las
Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado no era de mi competencia; que
la atención pastoral prestada a los nonagenarios socios de la Hermandad de la División Azul
y el posterior acto académico eran una provocación en toda regla; y que la manifestación contra la cristianofobia y por la libertad de culto
y de expresión en la Plaza de San Jaime - con la imagen de Cristo crucificado -
no era conveniente que estuviera acompañada por ningún sacerdote porque
producía crispación social.
Perplejidad y tristeza,
sí. Porque ustedes, señores Obispos, se han posicionado públicamente a través
de su Nota afirmando la
realidad nacional de Cataluña, concepto no pastoral sino político,
no fermento de unidad, sino de discordia. Porque consideran legítimas y ahora
legitimadas por ustedes, las aspiraciones de menos de la mitad de los catalanes
(aunque por bastante más de la mitad del poder político y eclesiástico) a estimar y valorar una singularidad nacional fabricada
hace cien años por Prat de la Riba
y las Bases de Manresa. Aspiraciones
ahora concretadas en el empeño de esos poderes por un referéndum para consumar la destrucción de una unidad que ha durado
siglos. Unidad no sólo de España, sino también de Cataluña, en la que el
autodenominado “pueblo catalán” pretende someter a los que tan atinadamente
llamó Candel “els altres catalans”.
De momento, mediante un referéndum
que los enfrente y los confronte.
Ustedes, Sres. Obispos
¿se sienten herederos de la larga tradición de sus predecesores
que les llevó a afirmar la realidad
nacional de Cataluña? Pues
yo también me siento heredero, junto con esa otra mitad de catalanes
silenciados también por la Iglesia, de una tradición muchísimo más
larga y más catalana que la suya.
Me siento heredero de
aquellos que en las Navas de Tolosa
unieron las fuerzas de toda la España cristiana - Asturias, Castilla y León,
Navarra y Aragón - para defender la libertad de profesar la fe verdadera frente
a la intolerancia sanguinaria del Islam. Me siento heredero de aquellos sacerdotes y obispos que, enviados por Isabel y Fernando al Nuevo Mundo,
evangelizaron las Américas y confirieron la dignidad de hijos de Dios a hombres y mujeres de otras razas
que se convirtieron por la fe no en
esclavos, sino en súbditos libres de su Madre Patria, iguales en
derechos a los demás españoles.
Me siento heredero del Somatén de Sampedor que se levantó con
el timbaler
del Bruch el dos de mayo de 1808 para defender una patria española que,
invadida por los ejércitos de la atea
Ilustración francesa, amenazaba con destruir la fe de una nación constituida sobre ella. Me siento heredero también
de Mossén José Palau, Sacristán
mayor de Nuestra Señora de Belén, bárbaramente mutilado y quemado vivo en su
iglesia cuando la multitud anarquizada
arrasó con todos los templos de Barcelona el 19 de julio de 1936, y arrebató la
vida de cientos de sacerdotes y religiosos, a los que siguieron luego varios
miles bajo el mandato de Companys.
Me siento heredero de aquellos catalanes que bajo la advocación de la ahora
profanada Virgen de Montserrat,
levantaron la bandera de la Tradición
catalana y regaron con su sangre los campos de España, muriendo por Dios y por su Rey católico. Soy heredero de aquellos
hombres y mujeres honrados que prefirieron permanecer fuera, vigilantes, a
cielo raso, antes que participar en los restos desabridos de un banquete
sucio. Me siento heredero de aquellos que se jugaron la vida para sacar a la luz las catacumbas de Cataluña,
y para dar testimonio de la Fe de
Cristo en sus calles y en sus plazas; y de aquellos que murieron en un
sucio paredón de cara a la madrugada con la mirada puesta en su Dios y en su
Patria.
Con el mismo derecho que ustedes se declaran “herederos” de los unos, me declaro yo heredero de estos otros
como catalán que soy. Con el mismo
derecho con que ustedes toman una opción tremendamente discutible, yo tomo la contraria y lo hago
también públicamente desde mi
conciencia de sacerdote y de cristiano, de la cual ni siquiera la Iglesia puede
juzgar. Soy heredero de una tradición que me ha hecho, por la gracia de Dios,
ser lo que soy. ¿Ustedes obran en conciencia? Yo también. No les juzgo, no me
juzguen ustedes a mí. Dios ya lo hará con todos. Pero ese “pueblo catalán”
que está en el poder y aspira a ver reconocida su singularidad nacional, no deja de ser una elucubración
hegeliana al servicio de ese poder
absoluto e intolerante, no sólo político, sino también moral (desde la
perspectiva católica, inmoral) que en Cataluña impide toda discrepancia, hasta
la de los obispos. Pero insisten en que se ha de dialogar con ellos. ¿Sobre
qué? ¿Sobre el calendario de imposición de la corrupción moral?
Ustedes, Sres. Obispos,
mantienen impertérrito el ademán ante la “Constitución” inmoral y anticatólica del nuevo Estado Catalán que
parecen aceptar de buena gana, con la única condición de un pacto y un entendimiento
que saben que no llegará nunca por la absoluta incompatibilidad de principios y
por el carácter rabiosamente totalitario de ese poder. ¿Debemos entonces
aceptar que se abra el camino a todos los sacerdotes, religiosos y religiosas
de sus diócesis para que se pongan al servicio incondicional del nuevo Estado inmoral y tiránico que se quiere refrendar contra la mitad del pueblo catalán y
contra el resto de España? Me duele profundamente que en su nota conjunta, los
obispos de Cataluña no hablen del Pueblo
de Dios (que es el
que la Iglesia nos confió), sino sólo del pueblo de Cataluña (el medio pueblo de Cataluña que tiene el
poder y por el que parecen apostar) elevándolo así a categoría teológica; me
duele que no se nombre en ningún momento ni a Cristo ni a su Iglesia
y se prescinda del anticristianismo radical de ese “pueblo de Cataluña” que ha
profanado ya los símbolos más sagrados de nuestra fe.
Y resulta sorprendente,
Sres. Obispos, que apuesten ustedes por una Cataluña cuyos servicios sociales, tan fuertemente
anclados en el progreso que
ustedes desean, ofrecen niños en adopción al Lobby LGTB; que apuesten por una sanidad que cultiva el aborto, la eutanasia y la experimentación
con embriones humanos; y por una enseñanza
que adoctrina ya hoy en ideología de
género y en plurisexualidad
desde la educación primaria. De momento, han conseguido ostentar la tasa más
alta de abortos - también en
hospitales participados por la Iglesia - pagados con dinero público por la
Generalitat. Este progreso
que ustedes, señores obispos, desean que se promueva, se cimienta en la nueva Cataluña sobre la más
deplorable corrupción moral, contra la que ustedes evitan toda crítica; y se
quedan en la calderilla de la corrupción económica. ¿De Cataluña? No, del
“conjunto del Estado”, que para eso pertenecen a la Conferencia Episcopal
Española. La calurosa felicitación de Carles
Puigdemont no se hizo esperar.
Podría haber desahogado
mi tristeza y perplejidad en cualquier tertulia de sobremesa en una recóndita
casa parroquial. Prefiero hacerlo así, públicamente, como ustedes lo han hecho
y con la lealtad de aquel que no puede ni debe esconderse, pues no ha dicho
nada ni contra la doctrina ni contra la moral cristiana. Sólo he roto el bozal
del pensamiento único y
he entrado en la arena del ruedo por la puerta que ustedes mismos me han
abierto.
Si defienden la
legitimidad moral de todas las opciones políticas que se basen en la dignidad
inalienable de los pueblos y de las personas, espero que respeten también
la mía y de tantos otros, pues ustedes ya se han posicionado con la suya; y que
no reduzcan al silencio a los discrepantes, con el argumento de autoridad de la
obediencia debida.
Ya sé que la
discrepancia contra el pensamiento único se castiga severamente. Ya han
visto cómo han reaccionado contra el
autobús discrepante. Estoy dispuesto a pagar el precio con que se
castiga ésta. La defensa de la verdad
tiene un precio, ya muy alto en esta sociedad que galopa hacia el
totalitarismo. En la refriega en que estamos, es difícil evitar el fuego
enemigo, tan fanático. Por eso daré gracias a Dios si consigo esquivar el fuego
amigo. Y me aplico el cuento del cartel de esos reivindicadores del derecho a decidir (sólo lo que el
poder decida que podemos decidir): Procura
que tu prudencia no se convierta en traición. En mi caso, traición
al Evangelio, a la Iglesia y al Pueblo de Dios.
Custodio Ballester
Bielsa, pbro.
Cura párroco de la Inmaculada Concepción de Hospitalet
de Llobregat
Chevi Sr.