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23 feb 2015

«FORTUNA», EL TORERO QUE FIRMÓ SU MEJOR FAENA EN LA GRAN VÍA











En enero de 1.928, el diestro Diego Mazquiarán fue vitoreado y aupado en hombros tras lidiar con su abrigo a un toro extraviado que sembró el caos en la popular vía madrileña


El toro de lidia que anduvo suelto en la Gran Vía de Madrid

Esta es historia pintoresca y castiza, auténtica, de capotazos, vítores y espanto, rescatada de la hemeroteca de ABC. Un toro bravo desbocado en Madrid; pánico desde el paseo Virgen del Puerto hasta la Gran Vía; un torero espontáneo, abrigo en mano, y una faena única que ya la quisiera Las Ventas en San Isidro.

Resulta difícil ponderar una lidia si no es con capote y se obvia el albero, pero ambos son prescindibles si el escenario es urbano, los pases heroicos y urgentes y el respetable, con necesidad de barrera, entre pasmado y aliviado. Ocurrió en la mañana del 24 de enero de 1.928, frío amanecer que se tornó en día de Fiesta improvisado.

Al coincidir con el paseo Virgen del Puerto, camino del matadero, una pareja de reses se rebela a su destino y escapa con la consiguiente alarma y pavor en las calles. El toro, descrito en las crónicas como «negro, grande y desarrollado en pitones», marca el paso de su acompañante, una vaca que, menos brava y altiva, sí es controlada minutos después. No así el astado, que corta el aire y burla a valientes por la cuesta de San Vicente y la plaza de España, entre otras, hasta llegar a la Gran Vía.

Por el camino, carreras, gritos, terror y cornadas. Algún lancero que busca la fama y sale de najas; el Mercado de San Ildefonso arrasado, con puestos, cestas y abastos sobre los pitones del animal, imponente e inmenso entre los claros de compradores. También tres heridos: una mujer de 66 años, volteada y víctima de una «conmoción visceral»; Anastasio Martín, ordenanza de la comisaría del Hospicio que recibe un puntazo en el trasero; y Andrés Domínguez, hospitalizado y en «pronóstico reservado», según el escrito de ABC.

Dos orejas para «Fortuna»

Cuando el toro enfila su entrada en la Gran Vía, se repite el cuadro de pánico, después convertido en gozo y jolgorio. A la altura del número 13, la mirada del morlaco se cruza con la de Diego Mazquiarán, matador de Sestao, otrora espontáneo habitual en la Plaza de Bilbao. Camina con su mujer en dirección a casa de sus suegros y el lance cambiará su apostura. Maestro de la estocada y el volapié, es apodado «Fortuna» porque, milagrosamente, salió ileso de un accidente de tren en la estación de Valladolid.

«¡Traedme un estoque!», exclamó, a pecho descubierto. Apartada su esposa, preparado su abrigo como una suerte de capote y multiplicado el aforo, ahora inundado de curiosos, «Fortuna» comienza la faena. Desde el Casino Militar se le facilita un sable, rechazado por impropio. Pletórico, Diego Mazquiarán encarga a un mozo que vaya hasta su casa, situada en la calle Valverde, para recoger su espada.


Recorte del periódico ABC de la época



Un cuarto de hora aproximada tarda en volver, en los que «Fortuna» lanceó al animal entre los olés y aplausos del personal, cuyo entusiasmo crece exponencialmente, rendidos ante una faena «de abrigo». Dos o tres pases más hasta entrar a matar, «cruzando los brazos, sin desviarse», en una primera intentona bastante aceptable. Una mueca de pánico, porque el animal se aproxima a la acera donde se amontonaba la gente, precede a una impresionante ovación.

La entrega se eleva cuando, en el segundo envite, el miura es estocado definitivamente. Las modistas agitan pañuelos blancos y contagian a todo el público, que pide las dos orejas mientras vitorea y aclama a «Fortuna», matador de toros y héroe. Varios hombres presentes levantan en hombros al diestro, que saluda eufórico, y le llevan en volandas hasta un café de la calle Alcalá.


Diego Mazquiarán recibe al poco tiempo la cruz de Beneficiencia. Desde entonces, intercambia subidas y bajadas, tanto emocional como profesionalemente, hasta su muerte en 1.940, interno en un manicomio de Lima, en Perú. Su recuerdo y gallarda figura se mantienen intactos casi cien años después de su gesta.



Francisco Javier de la Uz Jiménez