En
enero de 1.928, el diestro Diego
Mazquiarán fue vitoreado y aupado en hombros tras lidiar con su abrigo a un
toro extraviado que sembró el caos en la popular vía madrileña
El
toro de lidia que anduvo suelto en la Gran Vía de Madrid
Esta es historia pintoresca y castiza, auténtica, de
capotazos, vítores y espanto, rescatada de la hemeroteca de ABC. Un toro bravo desbocado en Madrid; pánico desde el paseo Virgen del
Puerto hasta la Gran Vía; un torero espontáneo, abrigo en mano, y una faena única que ya la quisiera Las
Ventas en San Isidro.
Resulta difícil ponderar una lidia si no es con capote y
se obvia el albero, pero ambos son prescindibles si el escenario es urbano, los
pases heroicos y urgentes y el respetable, con necesidad de barrera, entre
pasmado y aliviado. Ocurrió en la mañana del 24 de enero de 1.928, frío amanecer que se tornó en día de Fiesta
improvisado.
Al coincidir con el paseo Virgen del Puerto, camino del
matadero, una pareja de reses se
rebela a su destino y escapa con la
consiguiente alarma y pavor en las calles. El toro, descrito en las
crónicas como «negro, grande y desarrollado en pitones», marca el paso de su acompañante,
una vaca que, menos brava y altiva, sí es controlada minutos después. No así el
astado, que corta el aire y burla a valientes por la cuesta de San Vicente y la
plaza de España, entre otras, hasta llegar a la Gran Vía.
Por el camino, carreras,
gritos, terror y cornadas. Algún lancero que busca la fama y sale de najas;
el Mercado de San Ildefonso arrasado, con puestos, cestas y abastos sobre los
pitones del animal, imponente e inmenso entre los claros de compradores.
También tres heridos: una mujer de
66 años, volteada y víctima de una «conmoción visceral»; Anastasio Martín, ordenanza de la comisaría del Hospicio que recibe un puntazo en el trasero; y
Andrés Domínguez, hospitalizado y en «pronóstico reservado», según el escrito
de ABC.
Dos
orejas para «Fortuna»
Cuando el toro enfila su entrada en la Gran Vía, se
repite el cuadro de pánico, después convertido en gozo y jolgorio. A la altura
del número 13, la mirada del morlaco se
cruza con la de Diego Mazquiarán,
matador de Sestao, otrora espontáneo habitual en la Plaza de Bilbao. Camina con
su mujer en dirección a casa de sus suegros y el lance cambiará su apostura. Maestro de la estocada y el volapié, es apodado «Fortuna» porque,
milagrosamente, salió ileso de un accidente de tren en la estación de Valladolid.
«¡Traedme un
estoque!», exclamó, a pecho
descubierto. Apartada su esposa, preparado su abrigo como una suerte de capote
y multiplicado el aforo, ahora inundado de curiosos, «Fortuna» comienza la faena. Desde el Casino Militar se le
facilita un sable, rechazado por impropio. Pletórico, Diego Mazquiarán encarga a un mozo que vaya hasta su casa,
situada en la calle Valverde, para
recoger su espada.
Recorte del periódico ABC de la época
Un cuarto de hora aproximada tarda en volver, en los que «Fortuna» lanceó al animal entre los olés y
aplausos del personal, cuyo entusiasmo crece exponencialmente, rendidos
ante una faena «de abrigo». Dos o tres pases más hasta entrar a matar,
«cruzando los brazos, sin desviarse», en una primera intentona bastante
aceptable. Una mueca de pánico, porque el animal se aproxima a la acera donde
se amontonaba la gente, precede a una impresionante
ovación.
La entrega se eleva cuando, en el segundo envite, el
miura es estocado definitivamente. Las modistas agitan pañuelos blancos y contagian a todo el público, que pide las dos orejas mientras vitorea y
aclama a «Fortuna», matador de toros
y héroe. Varios hombres presentes levantan
en hombros al diestro, que saluda eufórico, y le llevan en volandas hasta
un café de la calle Alcalá.
Diego Mazquiarán
recibe al poco tiempo la cruz de
Beneficiencia. Desde entonces, intercambia subidas y bajadas, tanto
emocional como profesionalemente, hasta su muerte en 1.940, interno en un
manicomio de Lima, en Perú. Su
recuerdo y gallarda figura se mantienen intactos casi cien años después de su
gesta.
Francisco Javier de la Uz
Jiménez