Juan Valenzuela,
Jinete y Torero.
El órdago nacional
Martes, 11 de octubre de 2016
Adolfo Prego. Magistrado excedente del Tribunal Supremo
Aumenta la frecuencia de los desplantes de los
secesionistas frente al Estado. No pasa un día sin que insistan en su desafío de convocar ilegalmente
una consulta previa a su declaración de independencia, o directamente amenacen con lo que
denominan desconectarse del Estado español.
Diariamente nos desayunamos con esa cantinela, cansina
por lo reiterada pero preocupante por la intensificación de la firmeza con la que expresan
su enloquecido plan secesionista. Y porque ya empiezan a pasarse abiertamente por el arco del
triunfo las sentencias del Tribunal Constitucional o del Tribunal Supremo con la mayor
desfachatez. Dicen que no se sienten sujetos a sus decisiones porque son tribunales
españoles….
Todo esto se veía venir desde hace muchos años. La pasada
Historia contemporánea de España avalaba los peores augurios, y los acontecimientos
políticos recientes los corroboraban.
Sin embargo, quienes tenían el deber y el poder de poner
a punto los mecanismos jurídicos de respuesta no lo han hecho. Prefirieron mirar hacia otro
lado. De hecho, se dedicaron de manera suicida a desarmar el aparato jurídico del Estado,
eliminando sus defensas hasta dejarlo inerme frente a los retos del secesionismo. Y
esto durante veintiún años, que se dice pronto.
Pero hemos llegado ya al final del trayecto y las
autoridades del Estado parece que por fin ven las orejas al lobo y dicen que quieren responder.
Proclaman ahora solemnemente que tienen dispuestos y a punto los mecanismos de reacción. Si es
así, a buenas horas…
Yo, la verdad, no veo tales mecanismos por ninguna parte.
Por más que los busco y estudio el ordenamiento jurídico no los encuentro. No descubro
ninguna respuesta legal verdadera y seria. Me refiero, claro está, a una respuesta que sea
eficaz y dotada de una escala que se ajuste realmente a la gravedad del desafío que hay que
neutralizar.
Porque si de lo que se trata es de tener una reacción
raquítica, canija, lo mejor será no usarla ni exhibirla siquiera. Por dignidad. Por no hacer el
ridículo, y por evitarnos a todos los españoles tener que rematar con un triste espectáculo
final la incompetencia de quienes desde los resortes del poder político nos han traído a rastras
hasta esta lamentable situación histórica.
Le dirán a usted, amable lector, que el Estado está
preparado. Pero no se deje engañar. Sepa usted que hoy en España, aunque parezca mentira,
proclamar la independencia de una parte de su territorio no es un delito. Ni puede ser
castigada semejante enormidad con una pena. A la opinión pública se le dice que sí lo
es, pero no es cierto. Me consta que importantes juristas de altísimo nivel situados en las
instituciones del Estado trabajan con ahínco para encontrar la naturaleza delictiva del desafío
secesionista. Yo lo veo muy difícil sin retorcer los textos legales y sin quebrantar el principio
de legalidad, fundamental en el Derecho Penal civilizado.
Lo que es verdad es que el comportamiento al que me
refiero fue un grave delito en España durante muchos años hasta que el Código Penal de 1995,
llamado Código de la democracia, suprimió todas las figuras penales que castigaban los
ataques a la unidad nacional, y los comportamientos secesionistas dirigidos a la
fragmentación del Estado. Ataques que castigaba, y muy severamente, por cierto, el Código Penal de la
Segunda República: su artículo 242 recogía como delito de rebelión “los ataques a la
integridad de España… bajo una sola Ley fundamental y una sola representación de su personalidad
como tal Estado español”. La pena no era precisamente menuda: de seis años y un día a doce
años de prisión; y en el caso de llegar a tener efecto la rebelión, la de prisión de doce
años y un día a veinte años para los promovedores de ella.
El Código Penal de la Segunda República castigaba, y muy
seriamente, los ataques a la unidad nacional.
Este delito se mantuvo en los Códigos Penales
posteriores, primero como delito de rebelión y luego como delito de sedición. Pero el legislador del 95,
aquejado de un buenismo suicida, los suprimió todos haciendo gala de una ceguera política
verdaderamente asombrosa. Pero la verdad es que tampoco nadie después rectificó este error,
aunque lo conocían. Y así hemos seguido durante veintiséis años. Ahora las cosas quieren
arreglarse tarde y mal. Y posiblemente no puedan ya arreglarse de ningún modo.
Ésta es la verdad que no se cuenta.
¿Y ahora qué tenemos?, se preguntará usted. Pues nada… No
tenemos nada que castigue la proclamación de independencia de una parte de España: no
es ya rebelión porque ésta exige que la finalidad de separar una parte del territorio
español se pretenda a través de un alzamiento público que además tiene que ser “violento”.
No es tampoco sedición porque este delito exige que el alzamiento público sea además
“tumultuario”. Así que proclamar la independencia de parte del territorio español, sin que
medie violencia ni haya tumulto, aun concurriendo alzamiento público, no es nada. Es más: ni siquiera los sucesivos gobiernos de España han
querido incluir semejante barbaridad entre los delitos contra la Constitución. Le
parecerá mentira pero así es. Entre esos delitos encontrará el lector un variado repertorio de
conductas más o menos perturbadoras del trabajo de los diputados; incluso el inocuo hecho de
manifestarse ante las sedes del Congreso de los Diputados, por citar sólo un ejemplo de algo
irrelevante pero que ha sido elevado a la categoría de delito contra la Constitución. Sin embargo,
no encontrará usted ninguna figura que describa la proclamación de independencia de una
comunidad autónoma o de una parte de nuestro territorio, en el seno de una asamblea
legislativa por votación y decisión colectiva de sus Señorías secesionistas.
¿Qué nos queda entonces? Pues el modesto campo de la
desobediencia a los tribunales en el que no faltan ciertas particularidades verdaderamente
bochornosas: cuando el desobediente es una autoridad (por ejemplo, Presidente de la Comunidad
Autónoma) que se niega abiertamente a dar debido cumplimiento a una resolución
judicial (por ejemplo, Supremo o Constitucional), ni siquiera su comportamiento rebelde es
delito contra la Constitución a pesar de que integra un verdadero ataque a la estructura del
Estado y a la división de poderes. Es sólo un modesto delito contra la Administración Pública,
o sea, un delito en el que lo que se protege es la eficacia de la maquinaria que dispensa los
servicios públicos. La pena por ello es ridícula: una pequeña multa, y una inhabilitación por dos
años como máximo para ejercer empleos o cargos públicos… precisamente en España. Es
fácilmente imaginable lo que estas penas pueden impresionar a la autoridad autonómica
secesionista que se constituye en Estado independiente.
Aún más: el precepto que recoge este delito de la
autoridad desobediente a las sentencias judiciales es el mismo que, también con idéntica pena,
sanciona a cualquier funcionario que desobedece las órdenes recibidas de la autoridad
superior. No importa ni el rango jerárquico del que desobedece ni la relevancia de la autoridad
desobedecida, desde una perspectiva constitucional. Así que para el legislador ambas cosas
son equiparables: la conducta del modesto funcionario que desobedece a la autoridad de la
que depende y la conducta de la autoridad rebelde que se niega a cumplir las sentencias
de nuestro Tribunal Constitucional o de nuestro Tribunal Supremo.
Y todavía algo peor: el precepto contiene la vergonzosa
previsión de que el desobediente (pensemos en un Presidente autonómico que se niega a
cumplir una sentencia del Supremo o del Constitucional) pretenda su exención de
responsabilidad con el alegato de que el mandato incumplido era contrario a la Ley. No digo que este
alegato pueda prosperar. Digo que la norma prevé la posibilidad de hacer esta alegación
incluso cuando el mandato desobedecido proceda del más alto Tribunal de España. Y digo yo que el
sólo hecho de que el Código Penal contemple esta hipótesis como posible y por tanto como
alegable en un proceso, debería abochornar al legislador español que ha mantenido este
estado de cosas en el repertorio jurídico del Estado.
Así que cuando ahora nos dicen que están preparados los
mecanismos jurídicos para responder
al desafío, pienso para mis adentros: “menos lobos…”
El Gobierno, viniéndose arriba, busca tranquilizar a la
inquieta opinión pública. Pero no nos engañemos. Para soltar un órdago así al envite del
nacionalismo hace falta algo más que entusiasmo. Hace falta tener mejores cartas jurídicas. En
este problema no se puede ir de farol porque se corre el riesgo de que te contesten: “veo”. Y
en ese momento hay que enseñar lascartas.
Entonces, ¿qué haremos? Mucho me temo que, aparte del
ridículo, no haremos nada. Sólo contemplar un desastre de gravísimas consecuencias para
la Historia de España. Un desastreque tiene una larga nómina de responsables.
Juan Valenzuela Poblaciones
Coronel de Infantería