La terrible batalla de los
«pies de madera»
Tras ser derrotados en Teruel,
los supervivientes republicanos fueron trasladados en un tren en el que
tuvieron que soportar el hacinamiento y temperaturas de hasta 22 grados bajo
cero
La batalla vivida en Teruel
exigió el máximo a los combatientes
La célebre batalla de Teruel,
en plena Guerra Civil española, podría haberse librado perfectamente en los
gélidos campos de Siberia. Enseguida el lector entenderá por qué. El 6 de
febrero de 1938, el capitán de caballería Fernando Sandoval amaneció consciente
de la jornada histórica que le aguardaba. A las órdenes del reverenciado
general José Monasterio, el mismo que dirigió el exitoso alzamiento en
Zaragoza, Sandoval presentía que ese día el héroe iba a ser él.
No en vano estaba a punto de
liderar la carga de caballería más impresionante de toda la guerra: nada menos
que dos brigadas de mil caballos cada una, con otra brigada de mil caballos en
reserva, se disponían a atacar la 27ª División republicana al oeste del río
Alfambra, en el norte de la cercada Teruel.
- Un sol radiante
Monasterio lideraba la operación
militar que iba a marcar el declive progresivo del Ejército republicano hasta
el final de la contienda. Teruel amaneció aquel día con un sol radiante. Los
aviones Fiat comenzaron así a bombardear, en oleadas de cinco, las
estribaciones del Alfambra, descargando sus ametralladoras en las trincheras
republicanas al oeste de Visiedo. Horas después, el cuarto escuadrón, al mando
del capitán Millana, galopaba a toda velocidad por delante del resto. El
despliegue de los caballos, avanzando en una línea de cien de frente,
presagiaba lo más parecido al apocalipsis. Por detrás se alinearon el primer y
segundo regimiento, formando cintas interminables de quinientos caballos cada
una. La carga duró menos de treinta minutos. El aturdimiento se apoderó de las
posiciones republicanas, impidiendo a las baterías disparar.
La República sufrió 15.000
bajas, 7.000 prisioneros y perdió 800 kilómetros cuadrados de territorio
durante las dos jornadas de la fase final de la campaña de Teruel. Monasterio y
Sandoval habían abierto el camino hacia el Mediterráneo y el inevitable fin de
la guerra. La desmoralización cundió entre los republicanos. Centenares de
supervivientes fueron evacuados en ferrocarril en penosas condiciones, tras
soportar temperaturas de hasta 22 grados bajo cero dentro de las trincheras.
Horas interminables en el interior de aquellos agujeros helados a la espera de
un ataque por sorpresa.
Ningún equipamiento en el
mundo habría evitado las temidas congelaciones. Casi todos los soldados
republicanos llevaban capote, manta, ropa interior de lana y uniforme de
abrigo. Calzaban también botas de cuero, con calcetines de lana; algunos
llevaban incluso hasta tres pares cuando se les congelaron los pies, tras 48
horas sin descalzarse, sentados o semiacostados en la trinchera.
- Vientos que «cortaban»
Había nevado copiosamente
durante varios días. Vientos de casi cien kilómetros por hora rugieron en
ráfagas que cortaban la piel como guadañas, mientras los ojos no dejaban de
lagrimear. Los prismáticos pegados al rostro parecían carámbanos. Los dedos se
hinchaban como pelotas de ping-pong y perdían por completo la sensibilidad. El
hielo convertía las piedras en superficies resbaladizas que hacían tambalearse
a los soldados, obligándoles a avanzar a gatas.
Sólo la alimentación y un
instinto de conservación que jamás se rendía les mantenían aún con vida. Su
ración diaria consistía en pan, arroz, garbanzos, carne congelada o de lata, y
bacalao, en cantidades suficientes para soportar el frío intensísimo. Los
mandos repartieron a sus soldados un suplemento de alcohol, en forma de coñac,
especialmente para quienes hacían guardias nocturnas. Pero, por más que lo
intentaron, no pudieron evitar centenares de casos de congelación.
La mayor parte de los
combatientes acudieron al médico de su batallón sin dar excesiva importancia a
sus dolencias. Su principal preocupación era la gran hinchazón de ambos pies,
que hacía penosa su marcha.
Todos coincidían en describir
la sensación de «pie dormido», acentuada en algunos que afirmaban tener un pie
«como de madera».
Ellos mismos palparon el edema
en sus pies, por encima del tobillo. Comprobaron que la piel estaba turgente,
enrojecida, brillante y muy caliente. Las puntas de los dedos aparecían
invadidas por la gangrena, con necrosis o degeneración de los tejidos por
extenuación de las células. En algunos casos, la necrosis afectaba a los
juanetes y al dorso de los dedos en martillo; en otros, se apreciaban en los
dedos quemaduras de segundo grado. Los que tuvieron más suerte, constataron que
sus lesiones evolucionaban como gangrena seca, momificándose las partes
necrosadas y tornándose cárdena la característica tonalidad negra.
En la mayoría de los casos, la
parte necrosada se desprendió como una corteza, mientras las estructuras más
profundas conservaban toda su vitalidad. Pero otros, también inocentes,
corrieron peor suerte y sufrieron mutilaciones: perdieron sus pies, la batalla,
y hasta la vida.
Una conquista efímera
La ofensiva de Teruel comenzó
a las 07:15 horas de la mañana del 15 de diciembre de 1937, cuando la 11
División del Ejército republicano, a las órdenes del mayor Enrique Líster,
inició la maniobra de infiltración entre el río Alfambra y las estribaciones de
El Muletón, a 1.086 metros de altitud. Apenas tres horas después, la 100
Brigada ocupaba con escasa resistencia el Concud. El avance continuó para
cortar la carretera de Teruel a Zaragoza por el kilómetro 173. Poco después, la
25 División (Brigada Mixta 116) de García Vivancos conquistaba la aldea de San
Blas, cruzando el Guadalaviar por el puente de la carretera de Teruel a Masegoso,
hasta llegar a las alturas de Los Morrones. En sólo cuatro días, el Ejército
republicano logró cercar la ciudad defendida por los hombres del coronel de
artillería Francisco Rey D’Harcourt. Pero fue una conquista efímera que las
tropas de Franco disiparían.
José María Zavala, historiador.
Javier Brenes Sanz-Orrio