Estimados AMIGOS:
Acabo de descubrir vuestro MAGNÍFICO Blog. Sobre todo
para los que amamos la Caballería. Una muy agradable sorpresa.
Soy Nacho Toledano, alumno de la UER en los primeros
setenta. Orgulloso de haber galopado en las "tandas" del Sargento
Picador Ochoa, uno de los hombres que he conocido entendiendo más de caballos y de
la forma de montarlos. Soy hijo del Comandante de Caballería Pablo
Toledano (fallecido en 1.976). Mi padre me legó el amor por el Arma.
He escrito un artículo sobre la Laureada a ALCÁNTARA.
Pienso que es lo mínimo que puede hacerse por esos VALIENTES.
Un gran abrazo.
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REGIMIENTO DE CAZADORES DEL ALCÁNTARA. MORIR POR LOS DEMÁS
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Por fin ha
sido concedida la Laureada Colectiva de San Fernando al Regimiento de
Caballería Número Catorce de Cazadores de Alcántara. Un Expediente de
Juicio Contradictorio abierto en 1.921 y culminado en el último Consejo de
Ministros de este penosísimo año de 2.012. El Gobierno de Mariano Rajoy ha venido
a rubricar esta larguísima tramitación, poniendo sello y rúbrica a esta
concesión honorífica.
Pero la Gloria
y el Heroísmo no son conceptos burocráticamente asépticos. No
constituyen una serie de folios numerados en una carpeta o un simple conjunto de
requisitos administrativos: trascienden al papel mecanografíado que integra el
Expediente iniciado-cuentan que a gritos en el mismo campo de batalla- en aquel
terrible mes de Julio de 1.921.
La tarde del
23 de Julio de 1.921 -en el camino de Drius a El Batel en el Rif-
era todo menos aséptica. Esa tarde de calor asfixiante olía a pánico. A miedo
sin control a caer vivo en manos rifeñas. Una turba de espectros enloquecidos
por la sed y por el terror -que ya no mantenía la disciplina ni el orden
necesario en cualquier movimiento militar ordenado- obedecía como podía la
orden de retirada general ordenada por el General Navarro. Ya no
existían unidades compactas ni voluntad de seguir combatiendo: se había pasado
la línea de la locura. Julio de 1.921. El Desastre de Annual. Habían
caído todas las posiciones avanzadas españolas, y los soldados supervivientes
se replegaban sobre Monte Arruit. Salían a relucir -en medio de la
desbandada- las carencias de un Ejército enfermo que no era más que el exacto
reflejo de una sociedad también enferma. Una planificación militar defectuosa,
una oficialidad que -salvo valientes excepciones- no había sabido estar a la
altura de las circunstancias, un armamento deficiente y una uniformidad
inadecuada, una logística aberrante -aquellos convoyes de mulos con esas
cisternas de agua recalentada y maloliente de las que dependían miles de
hombres para beber- el negocio de furrieles, proveedores e intermediarios
militares, la corrupción amparada en la defensa de los colores nacionales. La
Guerra de los Pobres. Los soldados analfabetos y rapados al cero -conducidos
como ganado a las batallas de las compañías mineras y del dinero fácil- porque
no tenían la suma necesaria para eximirse del Servicio. La Campaña Africana:
espejo de los peores defectos de la última etapa del régimen nacido de la
Restauración. Y un Ejército que se había deshecho -moral y materialmente- ante
el feroz ataque de los Beniurriaguel, de los Beni Tuzim... de la Harka
enemiga sobre las posiciones españolas el 17 de Julio de 1.921.
En medio del
pánico, 691 jinetes españoles habían sabido mantener la cohesión y la fuerza
ofensiva. El Regimiento de Caballería Número Catorce de Cazadores de
Alcántara. Al mando accidental del Teniente Coronel Fernando Primo de
Rivera, llevaba combatiendo desde el principio de la batalla. Protegiendo
la retaguardia y los flancos de la desbandada, llevaban a cabo una de las
misiones ancestrales de la Caballería: cubrir la retirada del resto de las
fuerzas combatientes. Los primeros en avanzar y los últimos en retirarse.
La tarde del
23 de Julio de 1.921 -en el cauce seco del Río Igan- era todo menos
aséptica. Olía a caballo, a mantas y a uniformes sudados, al cuero de las
sillas y riendas, a hierro de sables y bocados, a humanidad sucia y aspeada, a
pus, a pólvora, a herida mal cerrada, a sed, a sangre y a oledas de tierra y de
polvo. Olía a sálvese quien pueda y a personas que saben que van a rogar
-desesperadamente- que les maten durante la tortura. Ese era el olor de la Gloria
aquella tarde en el cauce seco del Río Igan.
Los rifeños
se habían atrincherado a la orilla del Río. Un numerosísima fuerza de harkeños
que, borrachos de sangre y de victoria, habían cortado la retirada de la
columna española en movimiento. No podían pasar por allí. No creo que puedan
imaginarse fácilmente los momentos vividos entonces. El calor. La locura,
reflejada en los ojos, de los infantes que corren despavoridos en todas
direcciones, los heridos abandonados a su suerte y los Jefes y Oficiales
desbordados o -sin más formalismos- ganados por el miedo y huyendo junto a sus
soldados.
Allí, en
medio de todo eso, formaban los jinetes del Alcántara. Con sus
chambergos y sus uniformes verdes desgastados, alzándose intranquilos sobre los
estribos mirando a los lados y a su espalda y palmeando el cuello de sus
caballos para tranquilizarlos en medio de ese ruido enloquecedor. Fijándose en
sus Oficiales. Tragándose el miedo y sabiendo lo que estaba a punto de ocurrir.
Había que abrir un pasillo en las posiciones rifeñas. Hacer huír al enemigo
para que sus compañeros de armas pudieran escapar. Romper el cerco. Morir
por los demás, en definitiva. El ejemplo supremo del Regimiento de
Cazadores de Alcántara: dar la cara mientras los demás huyen o darla -más
exactamente- para que los demás puedan seguir huyendo. No creo que ninguno, de
los seiscientos noventa y uno, tuviera la más mínima duda de lo que iba a
ocurrir a continuación. De lo que tenía que ocurrir. Tampoco creo que
nadie -salvo los que estuvieran más próximos- pudiera escuchar las palabras de Primo
de Rivera al desenvainar... soldados, ha llegado la hora del sacrificio.
Lo que seguro que escucharon fue el sonido electrizante de los sables al
desenvainarse, y el de los centenares de disparos que caían sobre ellos. Primo
de Rivera lo vió claro: o el Regimiento rompe el cerco o no hay escapatoria
posible.
Y allá
fueron. A la carga cuesta arriba. Cargando y reorganizándose de nuevo para
volver a cargar. Hasta ocho veces. Reuniendo a heridos, veterinarios, herreros,
todos... para volver a lanzarse a la carga. Hasta ocho veces rompiendo contra
el enemigo que los acribillaba a placer. La última carga al paso. Andando
contra los rifeños porque los caballos estaban tan agotados -espuma blanca de
sudor mezclada con la sangre que produce la espuela en los flancos- que ya no
podían trotar ni, muchísimo menos, galopar. Y ocurre el milagro de Alcántara.
El enemigo huye y, en ese momento, el Ejército puede continuar su marcha
enloquecida hacia El Batel.
Representa
el Regimiento el valor militar elevado a la enésima potencia. Aquellos
hechos que consisten en aceptar la propia muerte para dar una oportunidad a la
salvación de los demás. La solidaridad entre soldados. La solidaridad entre
españoles.
541 jinetes
estaban muertos... ¡¡¡sólo cinco heridos!!! -porque los heridos eran rematados
compasivamente por sus compañeros o por el enemigo de manera atroz- y setenta y
ocho prisioneros. Sólo sesenta y siete jinetes pudieron alcanzar El Batel y
después Monte Arruit, para seguir participando en los combates. En Monte
Arruit muere Fernando Primo de Rivera -Laureado a raíz de estos
hechos- tras sufrir la amputación de un brazo en una operación realizada con
una navaja barbera sin anestesia. Hombres de España. Héroes de España. Y
orgulloso de mis antecedentes familiares en la Caballería Española.
Regimiento
de Cazadores de Alcántara. Al fin se ha hecho justicia. Y no deja de tener su gracia -ironías del
destino- que esta Laureada de San Fernando les llegue justo en este
preciso instante histórico. Una Nación que no entiende de la honrosa muerte del
soldado ni del ejemplo de estos hombres. En estos momentos en los que España,
en desbandada, huye despavorida sin rumbo fijo, desnortada y también
enloquecida por la sed. Una España en la caída libre de la derrota y del
desastre sin que -ni tan siquiera- pueda ser salvada por un puñado de jinetes
que acepte -sin más y en una mínima fracción de segundo- el supremo sacrificio
de morir por los demás.
Nacho Toledano