FERNANDO SUÁREZ GONZÁLEZ ES MIEMBRO DE
LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS
CONOZCO, como se comprenderá, a muchos españoles admiradores del
Generalísimo Franco y a otros muchos
que sienten hacia su figura agradecimiento y respeto. Ninguno de ellos propone
que se regrese a una situación en la que la Jefatura del Estado mantenga “la
suprema potestad de dictar normas jurídicas de alcance general”, que se
recupere el Decreto de unificación, que se prohíban las huelgas o que se
reimplanten la censura de prensa y el sindicalismo vertical, de modo que ya no
es posible descalificar a ese tipo de franquistas,
pura y sencillamente porque no los hay. Lo que pudo considerarse oportuno en
1939 no lo era, de ninguna manera, en 1975.
Quiere ello decir que la proposición de Ley que ha presentado doña Margarita Robles en nombre del Grupo
parlamentario socialista y que pretende castigar con la pena de prisión de seis meses a dos años
a quienes justifiquen o enaltezcan por cualquier medio de expresión “el franquismo” utiliza unos conceptos
que nos van a dar mucho que hablar.
Hasta 1992 no aparece en el diccionario de la Real Academia Española la palabra “franquismo” y es curioso comprobar
que, considerado inicialmente “movimiento
político y social de tendencia totalitaria”, en 2014 se transforma en “dictadura de carácter totalitario impuesta
en España por el General Franco a partir de la Guerra Civil de 1936-1939 y
mantenida hasta su muerte”. Una segunda acepción, algo más benévola, se
refiere al “período histórico que
comprende la dictadura del General Franco”. Aparte de discrepar frontalmente
de que esa dictadura del General Franco
mantuviera hasta su muerte carácter totalitario –lo que, no sólo resultaría ofensivo para quien ejerció la Jefatura del Estado en sus ausencias,
sino que hubiera hecho imposible la muy razonable y ordenada reforma que sus
leyes propiciaron–, es obligado preguntarse qué se entiende por justificar
y por enaltecer.
Siempre con el diccionario a la vista, justificar es “probar algo con razones convincentes, testigos o documentos” y son
muchos los historiadores que han probado de ese modo que, partiendo de la
dramática situación que España vivió
entre febrero y julio de 1936, se explican las razones que movieron a una parte
de españoles a abortar la dictadura del
proletariado que otra parte pretendía, iniciándose una guerra terrible, en
la que tuvieron también que participar quienes inicialmente no hubieran estado
ni con unos ni con otros. Aun admitiendo que los orígenes de la Guerra Civil española sean objeto de
una polémica inacabable, lo que es seguro es que si tal polémica se sofoca con
penas de cárcel para quien no comparta la muy sectaria versión de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de
Europa, que seguramente no suscribiría nuestra Real Academia de la Historia pero que la proposición del PSOE recoge en su preámbulo como dogma
de fe, la libertad en que vivimos se va a ver otra vez muy lastimosamente
cercenada.
Se prohíbe también enaltecer, que significa: “ensalzar,
alabar, manifestar aprecio o admiración”, expresiones todas repletas de
matices.
Sin ir más lejos, este mismo año 2018, y por utilizar
sólo períodos quinquenales aun eludiendo aniversarios de mucha trascendencia,
se podrían y deberían conmemorar el ochenta aniversario de la creación de la Magistratura de Trabajo y de la Organización Nacional de Ciegos Españoles,
el setenta y cinco de la inauguración de la Escuela Naval de Marín y del Museo
de América, el setenta de la primera transmisión de Televisión en España, el
sesenta y cinco de la fabricación del primer automóvil Seat y de la creación de la Filmoteca
Nacional, el sesenta del ingreso en el Fondo
Monetario Internacional y en el Banco
Mundial y de la inauguración de los
pantanos de Entrepeñas y Buendía
o del Centro Nacional de Energía Nuclear,
el cincuenta y cinco del ingreso en el Gatt
y de la apertura del túnel de Guadarrama,
el cincuenta de las Universidades
autónomas de Madrid, Barcelona y
Bilbao o el cuarenta y cinco del establecimiento de relaciones diplomáticas
con China.
Bien porque firmó los correspondientes Decretos, porque
presidió las inauguraciones, o por ambas cosas, la figura de Francisco Franco es inseparable de
tales acontecimientos y va a resultar harto difícil celebrar esas efemérides
sin posibilidad de citarle, ante la eventualidad de que se considere
enaltecimiento.
Un supuesto extremo, máximo, inapelable, es el de la
instauración de la Monarquía.
Cualquier español razonable, incluidos aquellos cuyas preferencias republicanas
no surgen de un rencoroso revanchismo, tiene que aceptar que debemos al Rey Don Juan Carlos I uno de los más
fecundos y libres períodos de nuestra historia, en el que se asentó la
democracia y España alcanzó un
prestigio mundial sin precedentes. Ahora mismo, todo el que no niega la
evidencia está reconocido a la ejemplaridad y al acierto con que ejerce su
función, en equilibrio exquisito de gallardía y prudencia, el Rey Don Felipe VI. Si alguien se atreve
a decir que la recuperación de la Institución que personifica los momentos
cumbres de nuestra historia es inexplicable sin la voluntad personal de Franco, incluso frente a un entorno
poco monárquico, ¿va a ser acusado de
enaltecimiento por manifestar su aprecio hacia el estadista que así lo decidió?
Si esa proposición se convierte en Ley, ¿podré yo mismo
decir públicamente que gracias a mi condición de ex vicepresidente de uno de sus Gobiernos tuve alguna autoridad
para contribuir a convencer a las Cortes configuradas por sus Leyes Fundamentales de que era
necesario y patriótico conseguir que la nueva Monarquía fuera parlamentaria y democrática?
Vamos a tener la fiesta en paz. Vamos a ocuparnos del
futuro sin enredarnos en polémicas sobre el pasado que fomentan la discordia en
el presente. Hace unos años, la lectura de esa proposición de Ley y los planteamientos de la izquierda que se
deducen de ella me hubieran producido indignación, porque rompen los acuerdos
que considerábamos definitivos en los años 1976 a 1978. A estas alturas de mi
vida, lejos de indignarme, me producen tristeza, porque demuestran que la
actual dirección del Partido Socialista,
en el que han militado y militan tantos ciudadanos serios y competentes –y tal vez por no contar con ellos–
parece carecer de ideas sobre cómo abordar los candentes problemas que hoy
planean sobre nuestra vida pública y quiere disimularlo recurriendo puerilmente
a eliminar los respetables recuerdos de una época en que, entre aciertos y
errores, se pretendía también una España
mejor.
Con el argumento de que “los símbolos públicos sean ocasión de encuentro y no de enfrentamiento,
ofensa o agravio” y con el propósito de “suprimir elementos de división entre los ciudadanos”, se viene
considerando exaltación de la Guerra Civil
cualquier monumento, calle o plaza dedicado a quienes la ganaron, a la vez que
se enaltece a quienes la perdieron, como si fueran completamente ajenos a esa
misma Guerra Civil. ¿No sería más
constructivo, más integrador y más razonable aceptar que tanto unos como otros
forman parte de la historia y dejar el juicio que merezcan a los historiadores
y a la opinión de cada cual? Ya sé que en algún momento se propusieron
versiones unilaterales de los acontecimientos, pero ¿se atrevería alguien a
decir que esa era una conducta democrática?
Hay quien lleva años revisando las actas de las Corporaciones
provinciales y locales para eliminar de ellas los acuerdos que concedían
honores y distinciones al Jefe del
Estado o a las Personalidades e Instituciones de la época, pero que no se pueden eliminar de las
hemerotecas ni, por lo tanto, de la historia. Ya solo falta que se dirijan
a la Asamblea General de las Naciones Unidas para que retire de sus
actas el minuto de silencio que guardó cuando conoció la noticia del
fallecimiento de Francisco Franco.
Francisco Javier de la Uz
Jiménez