5 jul 2018

MI VIAJE POR ÁFRICA VII




















MI VIAJE POR ÁFRICA VII


Nos deslizaremos gateando por las sendas de caza, con los rifles amartillados, ansiosamente, sin saber qué nos va a deparar cada paso y cada curva. El  viento sopla de forma intermitente, cambiando de dirección a cada momento. De manera que, en estos impenetrables dominios, nunca se puede tener la certeza de no haberse delatado ante el animal que se persigue, o ante algún otro ser todavía menos bienvenido, antes de alcanzar siquiera a divisarlo. Al fin tras dos horas avanzando a rastras y a gatas, emergemos sin aliento, como desde otro mundo, desconcertados al encontrarnos a un cuarto de milla del apartadero donde se halla la vagoneta llena de comida, agua de soda, hielo, etc. pero si se pretende cazar el rinoceronte en sus abiertas praderas, es necesario adentrarse más en el terreno.

 Así pues la mañana siguiente, cuando todavía brillaban las estrellas, nos pusimos a patrullar por las lomas y colinas que rodeaban la línea del ferrocarril, asomándonos a los llanos y valles que se extendían a lo lejos. La hierba se eleva a gran altura en un suelo acribillado de agujeros y abombado por las rocas de lava, por eso nos sorprendió el medio día antes de habernos abierto camino hasta un espolón que ofrecía una amplia vista. Allí nos detuvimos para examinar el paisaje con los prismáticos y deshacernos de las garrapatas, esos odiosos insectos que infestan los refugios de los animales, formando innumerables enjambres dispuestos a esparcir cualquier veneno entre el ganado de los campesinos. Las lentes no nos revelaron nada destacable. Se veían tropas y manadas de cebras, ñus azules y kongonis diseminados por las llanuras, a mayor o menor distancia, ¡pero ni un solo rinoceronte! 

Con la intención de completar la batida de un amplio círculo, continuamos la penosa marcha, caminamos en vano durante una hora pero, justo cuando estábamos dispuestos a regresar -el sol estaba a punto de alcanzar su plenitud- aparecieron tres hermosos órix  -grandes antílopes oscuros de grandes cuernos acanalados-  bajando hacia el agua por una cresta cercana. Al instante, avanzando encogidos y a rastras por el valle, iniciamos la persecución con la esperanza de interpelarlos en el río. Dos de ellos cruzaron sin contratiempos antes de que lográramos alcanzar nuestro objetivo. El tercero, nada más vernos, se dio la vuelta y desapareció en la colina donde, un cuarto de hora más tarde, cayó víctima de nuestro acecho.

Siempre son los animales mal heridos los que procuran aventuras al cazador. Hasta el momento  en que hiere a la presa, cualquier rastreador se mueve con sigilo, evita las partes expuestas al viento de los refugios inexplorados, rodea los cañaverales con cautela, percibe el árbol adecuado y mira sin cesar en todas direcciones; pero una vez que tienes el trofeo casi al alcance de la mano, emprendes la persecución a la máxima velocidad que te permitan tus piernas, sin preocuparte en absoluto de contingencias más remotas, cualesquiera que estas puedan ser. Nuestro órix nos obligó a caminar algo más de una milla sobre pendientes rocosas, siempre prometiendo pero sin ofrecer nunca una oportunidad adecuada para disparar, hasta que acabó por conducirnos a la falda de una colina donde, de pronto, apareció el rinoceronte. La impresión fue tremenda, Una enorme llanura cubierta de hierba marchita y blanquecina se extendía hasta las suaves colinas quebradas por peñascos.
Continuará.








ACÁ ENTRE NOS






Chevi Sr

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