LA TRACCIÓN A SANGRE: SOMOS CABALLOS
Los textos empáticos con los caballos no surgieron hasta que
dejaron de ser el único medio para recorrer largas distancias.
León Tolstói en Krekshino (Rusia) en 1909.
Nadie recuerda cómo estaba el tiempo en Turín el 3 de enero
de 1889, pero una cosa sí se sabe: terminó con una terrible tormenta. Friedrich
Nietzsche perdió ese día el juicio en la calle de Carlo Alberto, al ver a un
cochero azotando a su caballo.
La crítica a los coches tirados por caballos fue habitual en
la literatura satírica barroca y en el costumbrismo decimonónico. Francisco de
Quevedo los hizo denunciar a sus propietarios en un romance y —casi dos siglos
después— Ramón de Mesonero Romanos propuso la ampliación de las aceras de la
capital como método para disuadir de su uso, por mencionar sólo dos ejemplos:
el primero señalaba que el coche facilitaba la infidelidad y el comportamiento
licencioso, y el segundo, que entorpecía el tránsito, pero ninguno de los dos
cuestionaba el maltrato a los animales que tiraban de él. Para encontrar ese
cuestionamiento es preciso avanzar algunos años, hasta la publicación de La
historia de un caballo, de Lev Tolstói (Acantilado, 2018), cuyo protagonista es
un animal anciano y enfermo que narra a sus congéneres su vida, atravesada por
el maltrato, y Belleza negra, de Anna Sewell (Everest, 2005), cuyo argumento y
punto de vista son similares. (Lo mismo sucede en Caballo de batalla, del británico
Michael Morpurgo: Círculo de Lectores, 2011). Para que surgieran textos de este
tipo, que ponen de manifiesto una empatía y un interés en la vida de los
caballos inéditos hasta la fecha, fue necesario que estos dejasen de ser el
único medio para recorrer largas distancias. De hecho, y en ese sentido, estos
relatos son hijos del ferrocarril de la misma forma en que lo son de una nueva
forma de concebir las relaciones humanas de la que (especialmente en el caso
del libro de Tolstói) son una metáfora. De esa metáfora puede encontrarse un
antecedente en la obra de Henry David Thoreau, quien alguna vez lamentó que el
caballo trabajase para el hombre bastante más de lo que el hombre trabajaba
para el caballo y estableció el símil sobre el que se fundan libros como el del
escritor ruso: caballos y personas deben ser quebrados en su voluntad para
convertirse en sujetos productivos, y Thoreau (como es sabido) prefirió no
serlo.
War Horse
La importancia del caballo en la historia no puede ser
sobreestimada, como señala David W. Anthony en The Horse, the Wheel and
Language (2007). Sin embargo, y como señalan los libros de Sewell y Tolstói, es
su obsolescencia como medio de locomoción a partir del último tercio del siglo
XIX la que impulsa sus apariciones literarias más interesantes. La
popularización de las carreras en Reino Unido y su imbricación en la
sociabilidad de ese periodo propiciaron el surgimiento de una literatura
específica: guías sobre cómo apostar, por ejemplo; pero también novelas como
The Kellys and the O’Kellys, de Anthony Trollope (1848); National Velvet, de
Enid Bagnold (1935); Herencia mortal (Ediciones B, 1993), de Dick Francis (que
fue yóckey además de escritor de novelas policiacas); Seabiscuit, de Laura
Hillenbrand (Debate, 2003), o El paraíso de los caballos, de Jane Smiley
(Tusquets, 2005), así como varios textos de Charles Bukowski, que apostaba
frecuente y (según él) bastante exitosamente.
Reino Unido
William Faulkner dedicó a los equinos uno de sus relatos
breves más conocidos, Caballos manchados, y su muerte se produjo
(probablemente) por la caída de uno: cuando le preguntaron por qué había
escrito Santuario (Alfaguara, 2012), su obra más accesible, respondió que
necesitaba el dinero “para comprar un buen caballo”. Tess Gallagher, por su
parte, trazó una genealogía de perdedores en su cuento El amante de los
caballos (Anagrama, 2011) y estos desempeñan un papel preponderante en la obra
de Cormac McCarthy, por ejemplo en Todos los hermosos caballos (DeBolsillo,
2012); en Sueños de trenes, de Denis Johnson (Literatura Random House, 2015), y
en los cuentos de El país del humo, de la argentina Sara Gallardo (El Cuenco de
Plata, 2015). También en Aballay, de Antonio Di Benedetto (Adriana Hidalgo,
2010), la historia de un gaucho estilita que decide no volver a bajarse de su
caballo hasta purgar sus crímenes, y en la novela de César Aira La liebre
(Emecé, 2004), donde el caballo Repetido es el salvoconducto para acceder a la
nación indígena. Caballos desbocados, de Yukio Mishima (Alianza, 2012), y
Caballo en fuga, de Martin Walser (Alfaguara, 1987); el relato de D. H.
Lawrence La mujer que se fue a caballo (Gallo Nero, 2011);¿Acaso no matan a los
caballos?, de Horace McCoy (Punto de Lectura, 2007): ninguno habla realmente de
él, pero todos recurren al caballo como símbolo. De qué cosa es una pregunta
que sólo el lector puede responder, por ejemplo el de Las mejores historias
sobre caballos (Siruela, 2000), que incluye relatos de Guy de Maupassant,
Rudyard Kipling, Isak Dinesen, Djuna Barnes y Robert Musil.
“Ningún filósofo nos ha comprendido tan plenamente como los
perros y los caballos”, escribió Herman Melville; pero un refrán creole
recogido por Lafcadio Hearn advierte que “cortarle las orejas a una mula no la
convierte en un caballo”. Richard Brautigan dio vida a un vendedor de caballos
con patas de madera (un equivalente singularísimo de las mulas de orejas
cortas) en su wéstern gótico El monstruo de Hawkline (Blackie Books, 2014), y
Daniíl Kharms hizo de uno el testigo involuntario del carácter banal y
rutinario de la violencia en la Unión Soviética de la década de 1930 en su
cuento ‘Un enjuiciamiento popular’ (en Sucesos; Chancacazo, 2013). Desligado ya
de su condición de medio de transporte, carente desde ese momento de toda
utilidad aparente, el caballo ha devenido para la literatura algo parecido a un
problema, que Sławomir Mrożek resolvió a su manera en ‘Caballitos’, donde se
trafica con unos equinos del tamaño de la palma de una mano (en El elefante;
Acantilado, 2010). El uso del caballo como moneda de cambio no es una invención
del autor polaco, pero éste vuelve angustiante ese uso mediante el recurso a la
reducción de tamaño, una estrategia de la que no es ajena Mi novio caballo, de
Xiomara Correa (Reservoir Books, 2018): el puro presente sin expectativas que
son las relaciones amorosas y el género en este momento histórico exhibe su
verdadera condición en este cómic porque uno de sus personajes es un equino
que, como el protagonista de BoJack Horseman, es humano.
Qué es un caballo, finalmente. Acerca de ello escribieron
recientemente John Gray en su ensayo dedicado a Curzio Malaparte ‘Caballos
helados y desiertos de ladrillo’ (en El silencio de los animales; Sexto Piso,
2013) y J. M. Coetzee en Las manos de los maestros (Literatura Random House,
2016). Coetzee comienza hablando en él de la actuación de Marilyn Monroe en
Vidas rebeldes (John Houston) para pasar al sacrificio masivo de caballos
salvajes en una escena. El Nobel sudafricano no hace propias las palabras de
Nietzsche, que en Turín abrazó el cuello del caballo y rompió a llorar; pero
su solidaridad con el animal se parece singularmente a la del filósofo. Somos
caballos, nosotros también.
Cristina Fdez de Valderrama
2 comentarios:
“Ningún filósofo nos ha comprendido tan plenamente como los perros y los caballos”
Bonita reflexión.
"El caballo es un animal cuadrúpedo e implume. Ningún caballo es perro, aunque suelan repetirlo con frecuencia los malos jinetes. Los hombres rebuznan, desde luego, con mucha más facilidad que los caballos ladran. Y ese aforismo es ofensivo a la vez para el amigo del hombre y para su más útil conquista."
ADOLFO BOTÍN POLANCO
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